Mi primera vez

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Vivía en un estado de feliz atolondramiento, y me encontraba con mi contrario de visita en Londres. Entramos en un antiguo teatro inmenso y precioso como una caja de bombones roja y brillante reconvertido en sala de conciertos. Electrónica con cartel de lujo. Situados en el mejor sitio imaginable, al lado de la cabina de sonido, apoyados en la barandilla del primer piso viendo la escena completa (dj+público), a dos metros de la barra con cerveza caliente, dos metros de una pared acolchada, cuatro metros de los sofás, seis metros de los baños. Y con la gente justa con la que compartir una buena noche pero no tanta como para no poder movernos con agilidad por el lugar. Largo preliminar solo para dejar dibujado el momento cuasi-perfecto en el que me encontraba.

Nada más que porros y alcohol hasta entonces. Y poca prisa por dar el salto a otras drogas, que por otro lado nunca tuve excesivamente cerca.
Pero he aquí que en ese momento mágico decidí tener mi primera experiencia con mdma. Tras insistirle en que me diera a probar (siempre diré que me encantó su reticencia, yo tampoco incito, esto es serio), me animé con una bombita pequeña.
Hay que digerirlo, y eso lleva su tiempo. No me di cuenta del despegue (las siguientes veces ya reconozco el calentamiento de motores). Ya iba con el subidón del espectáculo de lugar sumado a una sesión reconfortante y tranquila de dj krush y un ambiente de público entendido y rendido (hubo varias páginas contando lo bestial de aquella sesión). Empezó dj vadim. Y mi energía se salía de mi cuerpo por los brazos y la cabeza como si fuera un emisor de electrones. Mi chico, él sí, toda su vida hasta las trancas, me observaba y reía, y en algún momento, en el que yo diría algo así como “no sé si me ha subido ya…”, me hizo darme cuenta de las sensaciones físicas tan claras que tiene esta droga: mi pelo y mi vello, erizado hasta el máximo (pues eso, buscando conexiones).

Sensaciones mayúsculas de felicidad, energía, subidón… y curiosamente de claridad y serenidad. Le sentía a unos metros de mí, bailando, observándome, riendo, cuidándome, disfrutando de mi experiencia, guiándome en el viaje... me quería mucho por aquél entonces. No cruzamos palabras y apenas nos acercamos. Solo nos mirábamos, y ya sabíamos todo. Recuerdo agarrarme a la barandilla y tener la sensación de querer parar el tiempo. Recuerdo sentir el aire rozando con mis yemas, y sensaciones más difíciles de expresar… algo así como entrar en sintonía con el momento, no tanto visualmente como por el oído, el tacto, las entrañas. Y a la gente... se la quiere, a toda. Parece, según Escohotado, que algunos psicólogos la han usado para recuperar lazos sentimentales entre familiares desconectados. Ahí queda.
Con mucha pena nos dejamos echar y ya en casa me di cuenta de que no quería dormirme, aunque podría haberlo hecho sin problemas. Tirada en el suelo le hice una postal a mi amiga local (la visitada) que no pudo acompañarnos. Disfruté cada trazo, bajo la atenta mirada de mi amor, que seguía vigilando mi felicidad. Luego, un placentero sueño y un variadito (polvo) por la mañana.

Desde entonces pruebo todo lo que de forma natural se pone a mi alcance, siempre con las circunstancias a favor y partiendo de un buen momento. Y por supuesto, con las distancias en el tiempo que necesitan cuerpo y mente para no intoxicarse en exceso.
Un aplauso por la felicidad inducida.
Doctor Hoffman vuelve y como yo sigo con mi primera vez, me llegan colaboraciones de otros para llenar este vacío. Pues yo voy y las publico.
Gracias Mónica.
D.

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